Swampys

Cuando entre los backpackers se menciona el nombre de Swampys, si es que lo conocen, siempre sale al  paso algún comentario negativo seguido de un “no puedo creer que aun estén ahí”…mm sí, suena un poco como a hogar. Y es que, pese a todos los inconvenientes o al halo de “infierno” que pesa sobre él, para mi –y creo muy firmemente que para los que estuvieron entre mayo-agosto de este año, también- fue como una casa, una guarida que, por una parte, me cobijó entre problemas, lluvias, enfermedades, desencuentros y aburrimientos y que, por otra, me brindó momentos familiares entre un grupo de desconocidos que, finalmente, se transformaron en mi apoyo moral de todos los días.

Podría sonar a cliché de Backpacker donde, a fuerza de webeo y ante la inclemencia de la pega diaria, todos hacen como que son amiguitos, pero esta historia es bien distinta, desde la forma pero, sobretodo, desde las tripas y de lo sentimental del corazón y, la dura, si se lo perdieron viajeros, lo siento mucho por ustedes.

Para todos los que estuvimos ahí es difícil explicar -lo hemos hablado-, el cómo o por qué se dio esa condición especial, esa rareza cósmica entre medio del espacio que nos juntó a todos en un mismo lugar de la manera precisa, como las piezas del puzzle que encajan en el espacio que faltaba por llenar y, en medio de muchas historias y circunstancias (di/ad/versas), nos autoabastecimos en nuestra propia historia particular. Historia de la que ahora conservo recuerdos táctiles y nostalgia propia.

Contextualizando Swampys, podríamos decir que es un hostal relativamente aislado –ubicado en Spring Creek- y alejado de la ciudad (denominada por el sustantivo “town”, o sea, si donde vivimos no es “town”, entonces por omisión realmente no estamos en ninguna parte; tierra de nadie), rodeado por casas de puros anónimos, contiguo a una línea férrea y una carretera. Tal vez esa misma falta de integración con el medio, nos condujo a replegarnos en nosotros mismos y a conformar nuestro propio paisaje.

Cuando llegué al hostal, recuerdo que lo primero que ví es gente saludándome y un par de guitarras en la sala de estar. Transcurriendo las semanas, pasé del trauma de ceder mi espacio personal por un espacio público permanente, a ocupar ese mismo espacio, dejando atrás mis rastros de timidez y de ensimismamiento; doloroso en un principio, placentero después, al sentir que mi inocente esfuerzo era recibido con generosidad. Creo, que esa es una de las primeras cosas que noté y de las que más recuerdo: generosidad en todos y para todo, y no lo digo en un aspecto práctico, sino que en un aspecto sensitivo, de un ánimo en el ambiente.

Es cuático para un viajero llegar a un backpacker: llegas a una ciudad nueva y que no conoces, a una pega que no sabes cómo va a ser, a compartir por harto tiempo con gente desconocida, a residir temporalmente en un ambiente físico que no conoces. Básicamente, a sobrevivir de la manera que mejor puedas, por eso resulta tan significativo cuando el lugar donde llegaste a vivir, funciona como tu segunda casa y la gente, como tu segunda familia.

Yo viví como un mes y medio en el hostal y, desde luego, no todo fue color de rosa; vivir en un hostal y compartir con gente tan diversa y numerosa, provoca roses, momentos de soledad y otros problemas domésticos, pero lo que más recuerdo fueron las cenas colaborativas, las sesiones de guitarra, los encuentros en los pasillos, las risas, los partidos de taca-taca, los carretes en la playa (mi sueño Nº74 cumplido), las conversas y los “Buenos días” de cada mañana. No fui la mejor cocinera, tampoco fui la que hablaba siempre con todos, no fui el alma de la fiesta y tampoco tengo fotos con todos, pero nunca me sentí sobrando.

El rollo con los dueños, siempre fue la principal mancha que opacaba al hostal y a la opinión pública de él (otrora buena). Por lo mismo, vivimos situaciones brígidas, donde varios tuvieron que partir pero eso, a la larga, terminó por afiatar más nuestros lazos. Siempre he sentido que, en un contexto de backpackers, éramos como los huérfanos de Blenheim (por no decir los huachos) y tal como los hogares de huérfanos, te acercas más a tus pares y te duele más cuando se van. Las personas pasan a tener nombre propio y se esfuman los gentilicios; ya nadie es «gringo».

Recuerdo la voz de Satoshi aprendiendo español, a Britta, Annie y Lindy partiendo a las viñas en la casa rodante, a Trevor pinchando con Sandra, a Simon, Denis y Kai preparando la cena y webeando como siempre, a Fran y Patrick en la sala de la tv enrollando cigarros, a Kyle hablando emocionado de Broken Social Scene, a Stella preparándose para la disco, a Elizabeth tejiendo, a Martjin y Sachi besándose amorosamente, a los Vincents, Javier y las 3 chicas francesas tomándose todo el mesón para cenar, a Thorsten jugando ajedrez, a Lorenzo haciéndose el galán, a John volviendo de la pesca, a Katharina y Thomas siempre juntos, a Joan, Guillaume y el otro francés que no recuerdo el nombre, escuchando reggae a todo chancho, a Maik tomando vino toda la tarde, a Ming sorprendiéndonos con el postre, a Roman tomando fotos, a Hercilio navegando en Internet todos los días, a Ben leyendo a Bolaño recostado en el sillón, a Michael paseándose, extraño como siempre, de un lado a otro del hostal, a Leamsey y Roland bromeando en español, a Flex hablando un inglés perfecto, a las chicas de Taiwan llevándome al hospital, a Chris tratando de cocinar, a Steve hablando de música y haciendo caras chistosas, a Martin y Andy preparando pizza y también recuerdo a todos los que nunca les supe el nombre, pero tengo su foto en mi cerebro y, desde luego, recuerdo a Jesse Bowden cantando y tocando guitarra, riendo, preparando el mismo lunch todos los días en la cocina y dándome los buenos días.

Si alguien me webea diciéndome algo negativo de Swampys, le tiro un escupo y le digo que se la vaya a chupar a otro lado, porque las cosas que viví, las cosas que sentí y sobretodo, las cosas que aprendí y que me entregaron sin interés de por medio, para mi obliteran cualquier evento incómodo.

La historia del viajero está compuesta, de forma consiente, por escenas con protagonistas efímeros y muchos abrazos de despedida, pero en ciertos momentos –supongo/siento- las personas se adhieren a uno como si fueran conocidos de siempre y los lazos se arman como si el fin no existiera. I hope so.

Comentarios